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Estaba a bordo de un avión. La noche anterior no había dormido bien y me propuse recuperar parte del sueño perdido mientras viajaba. Me tocó uno de los primeros asientos. En la misma fila, pero en el ala contigua, se sentó un señor de mediana edad. Al parecer, tenía planes idénticos a los míos. Mientras me acomodé para dormir, él hizo lo mismo. Entonces ocurrió algo inusual. Apenas el hombre recostó la cabeza en el respaldo del asiento, en cuestión de segundos comenzó a roncar.

Y mientras él dormía plácidamente, yo ensayaba una y otra posición sin poder conciliar el sueño. ¿Por qué él podía dormir tan rápida y profundamente, y yo no?, me preguntaba. Entonces me puse a leer. El hombre durmió hasta que una azafata lo despertó para preguntarle si quería comer. Se despertó, devoró la comida y... adivina qué. De nuevo recostó la cabeza e inmediatamente se volvió a dormir! Y yo... bien, gracias. El hombre se despertó cuando el avión aterrizó. No pude evitar sentir cierta envidia.
El Diccionario de la lengua española define la envidia como la «tristeza o pesar del bien ajeno»; o también, el «deseo de algo que no se posee». En mi caso, no pasó de ser un sentimiento pasajero que desapareció cuando bajé del avión. La envidia no tuvo tiempo de ser alimentada.

El problema con la envidia comienza cuando abrigamos la idea de que nos falta algo que otros sí poseen: el bonito cuerpo de Andrea, la habilidad deportiva de Manuel, la simpatía de Carmen, el automóvil de Esteban... Y se complica cuando permitimos que ese sentimiento vaya creciendo. Es decir, cuando lo alimentamos. ¿Cómo se alimenta? Cuando nos dedicamos a pensar en «eso» que no tenemos: el cuerpo de Andrea, la habilidad de Manuel...

Ese fue, precisamente, el problema de Lucifer, con respecto a Jesús. Y también el de Caín con relación a Abel. Y el del rey Saúl con David. En cada caso, la envidia se fortaleció en el corazón, luego dio lugar al odio y, finalmente... llegó el desastre.

¿Cuál es la solución? Demos gracias a Dios por lo que tenemos en lugar de lamentar lo que nos falta.
Señor Jesús, gracias por las cosas buenas que me has dado y porque me amas tal como soy.

 Recuerda, la palabra de Dios dice: “La mente tranquila es vida para el cuerpo, pero la envidia corroe hasta los huesos” (Proverbios 14:30).

Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
Dímelo de frente - Por Fernando Zabala



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