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Cada vez que desprendemos una uva, esta se desgarra. No hay forma de no “lastimarla”. Pero el momento en que rompemos su equilibrio no necesariamente es malo; es el momento en que más dulzura destila. Aunque parece que muere, en realidad da vida.

Hay una frase que siempre me gustó: “El perdón es la fragancia que derrama la violeta en el talón que la aplastó”.

Busqué por todos lados para saber quién la dijo, pero no hay consenso; sí muchas versiones. Creo que a lo largo de la historia algunos han llegado a la misma conclusión y han descubierto –en diferentes contextos e idiomas–, una verdad que resulta universal: vale la pena perdonar.

A este mundo le falta esa dulzura y esa fragancia que solo vienen del fruto que está unido a la Vid verdadera. El perdón no es sinónimo de sumisión, de resignación ni de repetición, pero sí puede representar una grandeza que alivie cargas tan pesadas como invisibles y que cambie algunos paradigmas, no solo en tu vida sino en la de quien lo reciba.

Al perdonar, nos parecemos un poco más a Jesús, y nada malo puede salir de eso.

Sin embargo, es importantísimo recordar que, aunque Dios nos manda a perdonar, la restauración de la relación no siempre es posible o necesaria. Hay relaciones que se ven afectadas y que son dañinas para una o ambas partes, y lo más saludable es no continuarlas. Pero siempre hace bien perdonar, aunque el otro no reconozca su error o no pida perdón.

El perdón es un don divino que podemos recibir y brindar, una de las cosas más difíciles de hacer en la tierra y, a la vez, una de las cosas que más paz trae. Es algo para lo que tenemos que estar unidos a Dios.

Si intentamos producirlo nosotros, no será igual. Nuestra forma de perdonar muchas veces acarrea rencor y castigos posteriores a la otra persona, o permite maltratos continuados que atentan contra nuestro valor y dignidad, regalos valiosos y no negociables como hijos de Dios. Solo él puede ayudarnos a encontrar un equilibrio y a perdonar y amar tanto como él perdona y ama. Por eso debemos permanecer en él.

Oremos para que Dios nos ayude a destilar esa dulzura que viene con el perdón.

“Permanezcan en mí, y yo permaneceré en ustedes. Pues una rama no puede producir fruto si la cortan de la vid, y ustedes tampoco pueden ser fructíferos a menos que permanezcan en mí” (Juan 15:4, NTV).


Tomado de: «ETIQUETAS PARA REFLEXIONAR»

Por: « CAROLINA RAMOS

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Richard Hoefler narra la historia de un niño que estaba de visita en la casa de sus abuelos y había recibido su primera honda. Muy entusiasmado, salió al bosque a practicar, pero no pudo pegarle a nada. Después de un rato, se dio por vencido y emprendió el camino de regreso a la casa. Cuando llegó al patio, vio al pato que su abuela tenía de mascota y, sin pensarlo demasiado, le lanzó una piedra. Después de sus frustrados intentos con la honda en el bosque, lo último que se imaginó fue que este golpe sí daría en el blanco. El pato cayó muerto.

El niño entró en pánico. Rápidamente, lleno de desesperación, escondió el pato muerto entre un montón de leña pero, apenas levantó  la mirada, vio que su hermana lo estaba observando. Sally había visto todo. Sin embargo, se quedó callada.

Ese mismo día, al terminar el almuerzo, la abuela le pidió a Sally que lavara los platos. Pero Sally contestó: «Johnny me dijo que él quería ayudar en la cocina hoy» y, de forma comprometedora, mientras miraba a Johnny, continuó: «¿No, Johnny?» Se le acercó y en un susurro le dijo: «acuérdate del pato». Así que Johnny se levantó y lavó los platos.

Más tarde, el abuelo les preguntó si querían acompañarlo a pescar, a lo que la abuela respondió: «Lo lamento, pero necesito que Sally me ayude a preparar la cena».

Sally, con una sonrisa triunfante y confiada, dijo: «No hay problema, Johnny me dijo que él quiere ayudarte». Nuevamente se acercó a Johnny y le susurró: «Acuérdate del pato». Así que Johnny se quedó en la casa mientras Sally iba a pescar con el abuelo.

Pasaron varios días en los que Johnny tuvo que cumplir con sus tareas y también con las de su hermana, hasta que no aguantó más y le confesó a su abuela la verdad acerca de cómo había matado al pato.

«Ya lo sabía, Johnny», le dijo mientras lo abrazaba. «Ese día estaba parada al lado de la ventana y vi todo. Como te amo, te perdoné. Pero me preguntaba hasta cuándo dejarías que Sally te tuviera esclavizado…»

Hoy, no nos dejemos esclavizar por el enemigo. Vayamos a Dios. Él sabe todo y está listo para ofrecernos su perdón.

Tomado de: «ETIQUETAS PARA REFLEXIONAR»
Por: << CAROLINA RAMOS >>

                «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia» (Heb. 4:16).

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