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Ya en casa, mientras Lucía preparaba la cena, las dos amigas conti­nuaron conversando.
–¿Sabes, Roberta? Cuando tú hablas, todo parece fácil, pero yo siem­pre pensé que la Biblia era un libro difícil de entender.
–Al comienzo, mi amiga, es necesaria la ayuda de alguien que co­nozca más. Pero, con el tiempo, tú verás que el mismo Espíritu que inspiró al escritor bíblico iluminará tu entendimiento, para comprender el mensaje. En la Biblia hay una historia que muestra cómo una ayuda, al inicio, es importante.
–¿Qué historia?
–Voy a leértela. “Un ángel del Señor le dijo a Felipe: ‘Ponte en marcha hacia el sur, por el camino del desierto que baja de Jerusalén a Gaza’. Felipe emprendió el viaje, y resulta que se encontró con un etíope eu­nuco, alto funcionario encargado de todo el tesoro de la Candace, reina de los etíopes. Este había ido a Jerusalén para adorar y, en el viaje de regreso a su país, iba sentado en su carro, leyendo el libro del profeta Isaías. El Espíritu le dijo a Felipe: ‘Acércate y júntate a ese carro’. Felipe se acercó de prisa al carro y, al oír que el hombre leía al profeta Isaías, le preguntó:
“–¿Acaso entiende usted lo que está leyendo?
“ –¿Y cómo voy a entenderlo –contestó– si nadie me lo explica?
“Así que invitó a Felipe a subir y sentarse con él” (Hechos 8:26-31).
–¿Quieres decir que yo soy como aquel eunuco y tú eres como Felipe?
–Más o menos eso…
Ambas se rieron. Lucía se sorprendió riendo, porque desde que se había enterado del embarazo de la hija solamente había llorado.
–Te agradezco de todo corazón lo que estás haciendo por mí. Em­pleando tu tiempo, teniendo paciencia todos estos meses con una “cabe­za dura” como yo que, por preconcepto o no sé por qué razón, no quería oír. Pero, dime, ¿cómo hago para continuar estudiando la Biblia sola?
–Cada vez que quieras estudiar un determinado asunto, necesitas buscar en la Biblia los versículos y los capítulos que hablan de ese asun­to. Jamás se puede afirmar que la Biblia dice esto o aquello por haber leído un solo texto. Es necesario tener una idea completa del asunto, leyendo varios versículos. ¿Entiendes?
–Es muy interesante.
–¡Ah! Existe una advertencia muy seria: “A todo el que escuche las palabras del mensaje profético de este libro le advierto esto: Si alguno le añade algo, Dios le añadirá a él las plagas descritas en este libro. Y si alguno quita palabras de este libro de profecía, Dios le quitará su parte del árbol de la vida y de la ciudad santa, descritos en este libro” (Apo­calipsis 22:18, 19).
–¿Quieres decir que no se puede cambiar nada de lo que está escrito?
–Exactamente, querida. La Palabra de Dios es eterna. Isaías declara: “La hierba se seca y la flor se marchita, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre” (Isaías 40:8). Dios es eterno. Su amor por el ser humano también es eterno. Y, como consecuencia, su Palabra también es eterna. Por eso, él se entristece cuando el hombre deja de lado las enseñanzas de la Biblia.
–¿En serio?
–En los tiempos de Israel, los líderes del pueblo se habían olvidado de la Palabra de Dios, y enseñaban doctrinas y tradiciones humanas. Por eso, el Señor Jesús dice: “ ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me adoran; sus enseñanzas no son más que reglas humanas’ ” (S. Mateo 15:8, 9).
–¿Quiere decir que si yo adoro a Dios pero no valoro su Palabra él no acepta mi adoración?
–¡Exactamente! Pero, no tengas miedo, pues Dios te ama incondicio­nalmente. El único propósito de su Palabra es ayudarte para que seas fe­liz. Mira: “Dichoso el que lee y dichosos los que escuchan las palabras de este mensaje profético y hacen caso de lo que aquí está escrito, porque el tiempo de su cumplimiento está cerca” (Apocalipsis 1:3). La palabra “dichoso” podríamos cambiarla por “feliz”. Aunque este versículo se refiera, primordialmente, a la profecía del propio libro de Apocalipsis, puede ser perfectamente aplicado a toda la Biblia. Feliz es la persona que no solamente lee, sino también guarda la Palabra de Dios en el corazón.
Ya era tarde en la noche cuando Roberta tomó el ómnibus hacia su casa. Su corazón rebosaba de alegría, porque no existe nada mejor que compartir el mensaje transformador del evangelio.
En casa, Lucía entró en el dormitorio de la hija, que estaba embara­zada. Trece años es la edad en la que una niña se abre a la vida como una linda flor. Aquella pequeña, sin embargo, tendría que cargar con las consecuencias de haber jugado con el sexo. ¿Qué hacer ahora? ¿Cómo ayudar a su hija en ese estado? Se sentó en la cama, mientras la chica dormía (o fingía dormir); la cubrió con la sábana y lloró contemplando el rostro de su niña, que antes de tiempo se transformaba en una adulta. Besó el rostro de su hija, y salió.
Acostada en su cama, sin poder dormir, Lucía pensó en cómo habría sido su vida si hubiera conocido la Palabra de Dios cuando era joven. Tal vez su historia habría sido diferente. La sabiduría de la Biblia, quizá, la habría ayudado a ser una mejor esposa y madre. Se acordó del último versículo que Roberta le había leído: “En mi corazón atesoro tus dichos para no pecar contra ti” (Salmo 119:11). Pero, no todo estaba perdido. Todavía estaba viva y tenía la oportunidad de corregir el rumbo de su vida.
Al día siguiente recibió una Biblia de regalo. Venía autografiada por Roberta y decía: “Con la seguridad de que este libro santo te ayudará a encontrar el camino de la felicidad”. Lucía se emocionó con aquellas palabras.
A partir de aquel momento, no salía de su casa sin leer la Palabra de Dios y no se iba a dormir sin pasar un buen tiempo leyendo las Sagradas Escrituras. En su vida comenzó a surgir el brillo de un día soleado. Las nubes que antes parecían asfixiarla continuaban allí, pero ella ya no era la misma persona hundida en el pesimismo. Las promesas bíblicas iluminaban su camino, y le gustaba repetir cons­tantemente: “Tu palabra es una lámpara a mis pies; es una luz en mi sendero” (Salmo 119:105).
Un domingo, varias semanas después, Lucía se despertó temprano y les preguntó a sus hijos:
–¿Quieren visitar a su padre?
Fueron los tres, por primera vez en tres años. El encuentro fue tenso. El ambiente deprimente no ayudaba para nada. Él demoró en apare­cer. Les dijeron que estaba en un grupo que estudiaba la Biblia. Final­mente, Evaldo llegó. Parecía más viejo.
Sandro, el hijo más pequeño, de once años, tomó la iniciativa y corrió para abrazar al padre. Ambos lloraron. Después se aproximó la hija. Lucía contemplaba la escena, enternecida. Todavía lo amaba. El corazón latía fuerte, las lágrimas caían. “Si hubiese conocido la Palabra de Dios antes”, pensaba, “todo podría haber sido diferente”.
–¡Perdón! ¡Perdóname! –rogó él.
–Soy yo quien debe pedir perdón.
Y los cuatro se unieron en un solo abrazo.
–¿Tú crees que todavía hay una esperanza para nosotros? –le pre­guntó él, tímido.
Había, sí. Dos años después, él salió en libertad condicional. Hoy, toda la familia descubrió la única esperanza.

                                      Tomado de:  La Única Esperanza de Alejandro Bullon.

JOHN CARLOS SOTIL LUJAN 

DIRECTOR DEL WEB BLOG - REFLEXIONES PARA VIVIR


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