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Aquel 31 de diciembre parecía una feria dominical de los pueblos de in­terior; no obstante, el escenario era el centro de una de las ciudades más grandes del mundo.
Gente, mucha gente. Un grupo interminable de atletas, que partían como si fuese el éxodo judío. Miles, vestidos de todos los colores: rojo, azul, ama­rillo, violeta, en fin. En los ojos, un denominador común: el deseo de llegar a la meta. Se estaba dando inicio a la maratón de San Silvestre, en la Rep. del Brasil.
Entre los miles de atletas, profesionales y aficionados que partían, había un hombre de sesenta años. Cabellos emblanquecidos por el tiempo, arrugas prominentes y mirada de león hambriento. Parecía una fiera vieja, obser­vando a las gacelas que jamás alcanzaría.
Ricardo Fonseca pasará a la historia no como el campeón de resistencia en la carrera de quince kilómetros por las calles del centro de San Pablo, sino como el campeón de insistencia y de perseverancia. Llegó en último lugar, cuatro horas atrás del campeón. Pero llegó. Arrastrando los pies, extenuado, sin importarle el tiempo ni la posición de su llegada. Su única preocupa­ción, dijo al final, era llegar, completar la carrera. "Nunca dejé nada a medio hacer", dijo sonriendo, "Aprendí, de niño, que no existe peor derrota que la carrera que no se acaba".
Daba la impresión de repetir el versículo de hoy, en otra versión. Cientos de años atrás, Pablo había expresado que lo único que le interesaba, aun arriesgando su vida, era "terminar la carrera".
Hay mucha gente fracasada porque empieza un trabajo y no lo termina. Se desanima. Calcula que no llegará primero, y abandona la carrera. Su sen­dero está encarpetado de maravillosas disculpas. De tanto inventarlas, pasa a creer que son verdaderas. Campeones de la explicación. Jamás llegan; ni en último lugar. Simplemente, no llegan.
Haz de este un día de llegada. Termina lo que empezaste. No abandones la carrera; ve hasta el fin. Di, como Pablo: "Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios".
                                      Tomado del Libro de Meditaciones 2011, del Pr. Alejandro Bullón.


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